domingo, 4 de agosto de 2019

Acoso: *Flashbacks*


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Crecí entre mujeres. Como ya saben los que leen el blog o son cercanos, mi papá murió cuando tenía 6 y, aunque tengo un hermano mayor, mi mamá se mudó muchas veces con nosotras (mi hermana y yo) a otras ciudades, dejando a mi hermano solo en el último año del colegio y los primeros semestres de la universidad en Bogotá. Pasé mi infancia y pubertad solo con ellas dos. Las tres gitanas. Si hablo de acoso, hablo de mi hermana y de mi mamá. Experiencias que sufrí y presencié de primera mano.
Digamos que tenemos una buena genética en cuanto a tetas se refiere y, a medida que mi hermana crecía, se iban notando cada vez más. Siendo pequeña a menudo veía cómo los hombres se quedaban observándola, le hacían gestos, le decían cosas. Caminar con mi hermana por el centro o por los barrios de las ciudades en que vivimos era difícil. No me gustaba cómo la miraban, ni el tono en que  le decían cosas, así como tampoco me gustaba que usara escotes -la juzgaba por provocarlos-. Era incomodísimo. Esas sensaciones fueron creciendo en mí año tras año y, sabiendo que se acercaba mi menstruación -porque llevaban charlas de Kotex y Nosotras a los colegios en los que estudié- sentía pánico. No quería tetas grandes. No quería que me miraran. En lo posible pasar desapercibida hubiera sido lo mejor. Me obsesionaba no heredar tetas grandes. En verdad me aterraba. Cuando miraban las de mi hermana sentía terror. A los 10 empecé a notar que me crecían, mi mamá empezó a comprarme acostumbradores y, para cuando menstrué a los 12, en séptimo grado, mis tetas ya prometían ser grandes y yo quería morirme. Me jorobaba y me ponía ropa ancha para ocultar. A mi hermana la molestaban más con los años, yo no sabía nada sobre el acoso, pero mi mamá a veces se aterrorizaba por la palabra 'violación'.


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La primera vez que fui acosada fue a los 10. Estaba de viaje en Yopal -antes de irme a vivir allá-, íbamos caminando a unas cuadras de la casa de mi tía. Apenas había oscurecido y con mi prima -que también se llama Ximena- salimos a comprar un dulce, creo. Yo, rola, acostumbrada al frío, iba con una falda de jean, una camisa fucsia cuello bandeja y unas chanclas. (Lo increíble es que una cree necesario relatar cómo iba vestida, como si de manera inconsciente una creyera que realmente influye e incluso puede ser el detonante). En fin, pasaron unos chicos en bicicleta, algo mayores que nosotras -quizá 15-16- y uno de ellos me agarró una nalga. Mis ojos se exorbitaron y no pude ni articular palabra. Por entonces no sabía muchos insultos y solo atiné a decir: ¡Imbécil!, seguramente algo que leí alguna vez e intuía como una grosería. Ximena y yo nos  miramos, entre el susto y la risa, y ambas  optamos -para aliviar la tensión- por la risa. Llegamos a casa. Ninguna comentó nada. Cenamos y seguimos jugando. Ahora mi sobrina tiene esa misma edad. Ya he visto como la miran.


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Cuando vivimos en Sogamoso los niños del salón me prestaban mucha atención. Era la novedad, llegaba de la capital y, aparentemente, les parecía linda. Empecé a acostumbrarme a los detalles que tenían conmigo: Rafael, hijo de la señora de la dulcería, me dejaba chocolates y frunas en el puesto todos los días, Miguel y Jonathan -ahora que lo pienso siempre me han perseguido esos nombres- me molestaban quitándome los esferos, la cartuchera o en esas agarradas de cintura que tanto me asustaban mientras ellos echaban a correr; y Juan David, ay, Juan David, un día me regaló varios billetes de 10 dólares, una tarjeta de crédito de su papá y unos cuantos centavos a cambio de ser su novia. Le dije que lo pensaría y me fui a casa con moneda extranjera y tarjeta de crédito. Mi mamá me regañó, no supo explicarme el porqué estaba mal (más allá de decir que todo eso debía ser del papá de él).
Cuando vivimos en Yopal también fui novedad. Un chico, Daniel, me dedicaba canciones guitarra en mano, el hijo de la señora de la  miscelánea de la esquina, Camilo, me regalaba peluches y Sergio -ese nombre también me persigue- me regaló un discman y unos CD'S cuando supo que me devolvía a Sogamoso. Llegué a la casa con el mejor regalo que me habían hecho nunca -mi sueño era ser cantante, amaba la música-, mi mamá me hizo devolverlo, me castigó y no entendí muy bien porqué.
Qué iba a saber yo que desde ahí querían sobornarme o comprarme. Que estaba tan claro -hasta en un juego de niños- que éramos algo por lo cuál podían pagar.


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Revisando bien en mi memoria aún faltan muchísimos más flashback sobre el acoso. Me imagino que a todas las mujeres nos pasa igual. Haré una segunda entrada sobre el tema el próximo domingo. Todavía hay que dar lucha. Qué asco de sociedad.

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