domingo, 27 de octubre de 2019

Traba pre-electoral // Vol. 1

Esta entrada la escribimos Miguel y yo.

Pipas de compromiso, Miguel Ángel, 2019

1: Gato marihuano

Comienza con risas. Muchas risas. Las lágrimas gordas de Miguel cayendo incontrolables con cada carcajada, un Uhh, severo tema saliendo de mi boca, humo y la noche entrando por la ventana del quinto piso.

Hace poco volví a consumir marihuana. En el pasado había tenido una experiencia traumática y grave con drogas -que contaré en detalle la siguiente semana- y me había distanciado de los psicoactivos durante muchos años. Lo mismo le pasó a Miguel.
En fin, lo retomé. Lo retomamos. En un momento clave de relación con Miguel, celebrando nuestro aniversario, replanteándonos el poliamor y otras cosas, nos fuimos de viaje y fumamos un porro en La Vega. Ese día hablamos con fluidez y demasiada franqueza. En una banca improvisada en la vereda El Arrayán Alto dialogamos con el almita, dos polas en la mano y par de porros. Trabados decidimos permanecer juntos, tranquilos por el efecto de la marihuana y con la gran sospecha de que nada más nos podía separar. Era una sensación increíble. Esa noche, ambos nos reconciliamos con nuestra experiencia alucinógena.
Miguel había sido dealer en un colegio público en Bogotá. Fue amigo de "Popeye", uno de los más bravos de una pandilla del Garcés Navas y todas su amistades -en general- fueron de dudosa procedencia. Nadie apostaba mucho por su futuro. A mitad de la carrera -cuando decidió irse por la fotografía- aun fumaba, aunque no era tan frecuente como antes y no se acercaba a la cantidad de su consumo escolar.

Compramos dos pipas. Miguel dice que son nuestras pipas de compromiso -últimamente me habla mucho de matrimonio-. Hace unos días había contactado a un nuevo dealer y tenía 1/4 lb de marihuana en el primer cajón de la mesita -al lado de mis tangas y sostenes- esperando una bonita ocasión. La idea era fumarla mientras acampábamos, tan pronto yo saliera a vacaciones de la universidad y el trabajo. Sin embargo, en la 'ley seca' pre-electoral, con unas pipas recién compradas y tan hermosas sería todo un desperdicio no estrenarlas. La afición fue tal que Miguel les hizo una sesión fotográfica para recordar.
Entrada la noche mi novio saca sus habilidades ocultas de ex-dealer y empieza a preparar las pipas. Mañas de perro viejo. Las quema con esmero y la mía, que tiene un grabado especial, la prepara primero. La yerba poco a poco empieza a sabernos delicioso. La punta de la lengua dormida y con cosquilleo, la ventana grande abierta y la música que nos recuerda al colegio sonando duro en el parlante. Un mareo leve y una actitud risueña. Risas, muchas risas: ese es el comienzo. La cosa va bien. De la nada Miguel se pasma. Queda acostado en la cama, en posición fetal, con los ojos preocupantemente abiertos y cara de angustia. Comienza a decir incoherencias. Me río por inercia y luego veo que él no corresponde mi risa. Le toco el pecho y tiene una especie de taquicardia. Me preocupo. Pongo mis dedos debajo de su nariz para comprobar que aun respira. Temo que convulsione o pase algo trágico -como me pasó hace unos años-. Sin embargo, no desespero. Me calmo. Tengo la costumbre de ser hiper-consciente en casos así. Me pasa igual con el trago: le ordeno a  mi cuerpo que nunca pierda el control y que actúe por encima de la sustancia que consumo. Trato de despertarlo pero no surte efecto ninguno de mis zarandeos. Entonces vuelve en sí. Lo primero que me señala es el gato y dice: Ese gato marihuano. Está filosofando. Asumo que es solo un lapso de la traba y lo dejo pasar. Luego dice que el gato lo muerde demasiado y vuelve a angustiarse. El gato ya está lejos y nunca lo muerde. Hace caras de dolor y yo me preocupo de nuevo. Vuelve a mirarme y me explica que siente que se muere. Que nos tiramos del quinto piso. Que lo atropella una tractomula. Que nos caemos por las escaleras. Se levanta rápido y se acerca peligrosamente a la ventana. Siento verdadero temor. Se me pasa la sensación plácida de la traba. Apago la música. Miguel ya había intentado suicidarse en su época del colegio, un día me lo confesó entre lágrimas. Yo trato de no pensar en lo peor pero pienso en cómo llamaría a la policía o a mi hermana o a alguien que nos ayude. Al borde de la ventana me mira y Lucky -el gato marihuano- se asoma al borde de la cama. Miguel se ríe y se aleja del vidrio...

P.D1: El vol. 2 viene este jueves con severo mal viaje.
P.D2: El otro domingo, siguiendo la línea temática alucinógena y psicoactiva, contaré mi experiencia de epilepsia con drogas.
PD.3: Como siempre gracias por leer y llegar hasta aquí.



domingo, 20 de octubre de 2019

Casita chueca

Me voy por un tiempo, casita chueca.
Espero puedas mantenerte sola
sabes donde está cada objeto
cada cosa
sabes cerrar tus ventanas
lavar tus tapetes
fregarte los baños. 
Me voy por un tiempo, casita chueca.
No creas que eres torpe
o estorbosa
no creas que me voy 
porque busco otra.
Me voy por un tiempo, casita chueca.
Solo eso
para ver si mis poemas cambian
si me refresco un poco el alma
es corto tiempo
te lo aseguro. 
Sabes donde hacerte el café
mientras regreso
donde encender la radio
 o tocarte unas notas en el viejo piano:
Me voy por un tiempo
y no es por dejarte sola.
Casita, no es para siempre
es mientras todo mejora. 

Este poema es de julio de 2013. Un mes impar de un año impar: estaba deprimida. En cuanto a casas, mi vida gitana me ha hecho cambiar muchas veces. Llevo en mí la sensación de desarraigo y novedad, la expectativa y el mal sabor de boca del hogar anterior. En orden cronológico viví en Bogotá, Sogamoso, Yopal, Sogamoso de nuevo, Bogotá, San Francisco y Bogotá. Muchas casas, casi cada año. Nuevos amigos, nuevos colegios, nuevos barrios. Apartamentos con tapete, con piso resbaloso, con buena vista o sin vista alguna, con patio o sin él, con cuarto de la empleada que nunca tuvimos o sin, cocina integral o no, espacioso o más bien angosto, casi siempre sin muebles -mamá dejó de comprar como en la 3era mudanza- y en todas las ocasiones un vértigo mezclado con curiosidad.
Llevo quieta desde el 2015 más o menos, viviendo sola o acompañada en mi apartamento. Desde hace más o menos 2 años empezó a tomar la verdadera forma de hogar. Mi hogar turquesa con vista 10/10, con ventanas de piso a techo, una buhardilla donde tengo todos mis materiales y muchas cubetas de huevo para mis manualidades. Mi escritorio turquesa y mi biblioteca, mi cama doble de webcammer y el televisor que me regaló un viejo admirador. Hoy pintamos nuestra casa con los niños. La mía tiene jardín porque es una mezcla de todas las casas que habité o habitam aún en mí. Aquí en el apartamento solo tengo 3 suculentas: Yurani, Miguel y Ximena. Tiene 'paciencia' y 'disciplina' que son dos palabras con las que me debo reconciliar, un gato negro y una niña columpiándose, seguramente Lucky y yo. Creo que en la cancha de fútbol está Miguel.
Mi casa turquesa ya no es chueca como en el poema que escribí en el 2013. Mi casa es hogar desde que decidí intentar quererme más.

jueves, 17 de octubre de 2019

Alfabeto


Identidad, LaCuatro, 2016

A: mi abuelo, el tinto con panela a las 5 de la mañana mientras todos mis tíos y primos dormían. Las caminadas a la tienda de Don Juanito y las veces que me preguntaba: ¿qué quiere mamita? Y yo decía: helado, helado. ¿Helado, paleta y un puño en la jeta? Y agarraba a reír. Nunca me compró el helado. Me timaba con un bonyurt.
B: Los besos que no doy porque me dan asco las babas.
C: Chocolate, clavos y canela. Chocolate de mi abuela alcahueta. Chocolate a toda hora. Porque sí. Porque no. Chocolate para la sed. Luego el cuatro, motivo de este blog. Y de últimas el cáncer que se llevó a mi abuela y a tantos otros más.
D: Ducales. Las ducales con chocolate. Partidas, aplastadas: hechas sopa. Las ducales porque nunca me gustó el pan y porque mi abuela alcahueta las compraba para mí. El dolor cuando mi papá murió, cuando la misma abuela nos deseó la muerte y nos desterró. Dolor cuando mis amigos y yo conformamos en el trío: dos guitarras y mi voz. Dolor cuando hablábamos de nuestra orfandad: los tres sin papá, los tres experimentando drogas por primera vez.
E: Lo que hago. Mi oficio. El motivo de este blog, de todas estas semanas exponiendo mi vida, tratando de tocar una que otra sensibilidad, alma, corazón -como le quieran llamar-. Escribir es la quinta letra de mi alfabeto personal. Lo que impulsa este blog. El encuentro con la palabra. Exhibirme, exponerme, embarcarme en la aventura. Dejar el lugar cómodo: enfrentarme cada día a un papel, a una entrada en blanco. Y elegir seguir haciéndolo.

Y... ¿cuál es su alfabeto personal?

Siempre gracias por leer y buena luna.

domingo, 13 de octubre de 2019

Falsa empatía


Siempre me ha molestado la falsa empatía: es como leer un mal cuento. Sabes que las emociones enunciadas no corresponden a los personajes -mal caracterizados- y a los lugares o atmósferas -cojas- que el autor propone. Cuando no eres genuino, el lector lo resiente. El lector no es bobo: es persona. Vive emociones, sabe de eso. Pasa igual con la falsa empatía. Una persona la percibe, porque sí, porque lleva años decodificando gestos, palabras, señas, porque lleva años descifrando emociones e intenciones, porque se vincula y sabe cómo es, se relaciona y se junta con otras y sabe distinguir lo genuino de lo sintético. Entonces sí: la falsa empatía se nota.
Lamento decepcionarte, bb, pero tu actuación no es tan buena. No te creas.
Detesto eso. Una falsa preocupación o una lástima que se despierta de repente y finge entre palabras, busca ser elocuente o dar monedas o una sonrisa o un abrazo incómodo, una acción que rectifica la verticalidad del momento. Un yo que finge para que el otro,"pobrecito", se sienta mejor. 'Pobrecita, yo estoy en lo correcto: enseñémosle' o 'pobrecito, acaba de morir su madre, abracémoslo'. Y así mil escenarios más. ¿Qué? Es el lugar políticamente correcto de la lástima, la piedad disfrazada de buena intención pero que solo instala, una vez más, una relación de poder.

A ver, la semana pasada salimos a tomar unas cervezas con mis compañeros de diplomado de la Tadeo. Hablamos de politicas públicas, pedagogía, en fin, nerdos todos y bellos. Celebramos que culminamos el primer ciclo del diplomado y que sobrevivimos a la carga laboral y educativa. Polas van, polas vienen. En un momento tocamos el tema de vivir en un lugar central. Samper Mendoza, Santa Teresita, barrios que salieron a relucir por centralidad y poco precio. Entonces me preguntan: ¿dónde vives? Yo respondí: Engativá y enfaticé que no me gustaría vivir en el centro. Ahí estoy bien y además estoy en mi apartamento, entonces para qué irme, dije yo. Hago muchos comentarios sin pensar que el otro puede percibirme como alguien con vanidad. Yo honestamente no lo hago así, pero suele parecer. En fin, digo esto y una chica, que acababa de hablar sobre prejuicios, pedagogía y demás suelta un: ¿tú, tan joven? ¿Quién te lo dio? ¿Tu papi? Me reí por dentro. Todos los prejuicios de la chica cayeron sobre la mesa, al lado de la mancha de cerveza. Uh, le dije. Si te digo el porqué te vas a sentir mal y no quiero tu falsa empatía. Gracias. Quedó en shock. Sin embargo, insistió. Yo estaba cagada de la risa por dentro. Le dije: Sí, ¿sabes?, me lo dejó mi papi cuando murió a mis 6 años. ¡Plop! La cara se le transformó. Me reí y le dije: Todo bien. Soy pensionada por eso, una indemnización por parte del estado 12 años más tarde, con eso me compré mi apartamento y me pagué mis dos universidades. Cero misterio. Todo bien. Los ojos se le escondían cada vez más en el rostro de la vergüenza. La chica desde su educación me pidió unas disculpas pegadas con baba y yo solo me reí y asentí. No me place tener razón. Tampoco me placen las disculpas. Lo que me place es descubrir la ficción de lo políticamente correcto, de los protocolos sociales y de la supuesta 'conciencia de clase' que dicen tener muchos. Los prejuicios están siempre a la orden del día, así como se puede señalar o confundir a un rapero con un delincuente también suelen señalar a alguien de burgués o niño de papi y mami sin tener ni la menor idea de lo que ha vivido para estar ahí. Soy consciente de mis privilegios, accidentales, pero al fin y al cabo privilegios. Lo gracioso es evidenciar la cojera crónica de la empatía de otros: las falsas luchas que no son auto-críticas.

Esta es una entrada atípica, un retrato lo más fiel posible de los prejuicios que debo soportar a diario y -aunque con algo de ponzoña- una forma de hacerles reflexionar un poco.

Nos leemos después. Abrazos.

P.D: Siempre gracias por leer, algunas entradas ya sobrepasan las 400 vistas. Eso me hace una persona insanamente feliz y una potencial monetizadora de este blog. (Risas).


jueves, 10 de octubre de 2019

Empelicularse


The Grand Budapest Hotel, Wes Anderson
Hace unos tres años, más o menos, trabajé en una videotienda. Quedaba a unas cuantas cuadras de mi casa y era de muy buena fama por el barrio e incluso a nivel Bogotá. El asunto era este: vendía películas  piratas de muy buena calidad, con excelente presentación e incluso hacía copias en blu-ray de los estrenos recientes. Era un lugar donde la gente hablaba de cine, con muchas películas en el catálogo: cine alternativo y comercial en un solo espacio, juegos para todo tipo de consolas y objetos coleccionables "geeks" -importados desde Estados Unidos-.
La gente iba a hablar conmigo. Siempre termino en trabajos donde el atractivo principal o eres tú o es tu charla; venían de todas partes de la ciudad, a pesar de ser una tienda en el noroccidente -algo más cerca de La Vega y de otros municipios que de la misma Bogotá-. Venían a escuchar mis recomendaciones de películas y series. Básicamente me ganaba la vida haciendo pitchs. Practicaba para cuando tuviera que vender un argumento, una historia a un editor o un productor de cine.
Contaba brevemente el argumento, una que otra palabra que servía de anzuelo para despertar el interés y había quienes compraban a ciegas todo lo que yo recomendaba. Era genial. Ganaba muy bien por esa época, trabajaba poco, teníamos un acuerdo especial de contrato por prestación de servicios por ser pensionada y mi hora era la más costosa de todos los asesores. Por día veía 2-3 películas y debía estudiar las reseñas, las críticas, el catálogo y los directores. Surtí de películas a mi familia y amigos durante un buen tiempo. Era divertido y  sobre todo aprendí un montón. Estudiaba fotografía y fue el mejor complemento para la carrera.
El caso es que me fui porque mi jefe me acosaba. Un día no aguanté más y renuncié. Me fui en plena jornada y mi jefe amenazó con que mi contrato tenía penalización por abandonar el puesto así. Le recordé que tenía contrato por prestación de servicios e incluso le aclaré que él habia falsificado la firma de su hermano -el verdadero dueño que estaba en Medellín- y eso tenía cárcel. Qué mierda este mundo de machitos.
Durante un tiempo no volví a ver películas porque me recordaba ese trabajo. Fue difícil no hablar de cine todo el tiempo y extrañé ensayar nuevos juegos de xbox y wii. En fin... esta semana de 'receso' me reconcilié apenas con el cine. Volví a ver largometrajes -además que por fin tuve un tiempo más o menos digno- y ayer me vi una película: 'El concursante', argentino-española con una narrativa brutal que involucra y explica economía, además de tener recursos audiovisuales increíbles, mezcla de fotografía análoga, stopmotion y collage. Es brutal. Hoy veré una recomendada en pausa de mi director favorito Wes Anderson: 'Fantastic Mr. Fox'.
El cine es fantástico y ustedes, los que me leen, también lo son. 

viernes, 4 de octubre de 2019

Piel y complicidad

Hoy es viernes. Les escribo normalmente en jueves y domingo pero hay excepciones. La semana pasada M me hizo unas fotos. Las sesiones con él son espontáneas. A veces estamos en casa tranquilos, cenando o hablando y él ve una luz bella, una forma especial en la que toca mi piel y entonces me dice quédate ahí y traigo la cámara. Viene corriendo poniéndose la correa y destapando el lente, con una mirada de demente, de alguien que acaba de tener una epifanía y empieza a dirigirme, enfocarme y mover sutilmente mis manos. Muévete un poquito a la derecha, gira un poco a la izquierda. Me aterran las fotos. No soportaba mirar a la cámara y me daba pena y mis mejillas se ponían rojas. Aun más si de mostrar mi cuerpo se trataba. Pero con él existe una más que confianza, una más que complicidad. Le sigo el juego. Ya puedo distinguir qué movimientos quedan mejor, qué angulos, cuál es mi perfil, o si miro hacia abajo -nunca falla- o si miro a la cámara con los labios entreabiertos.
Mi cuerpo está a disposición del otro, incluso, creo, es una escena más íntima que el sexo. Es más ritual. Yo me despojo ante el otro y así, desprovista de pretensiones, dejo que alguien más capte eso que se escapa de mí: que no contengo pero tampoco provoco. Solo dejo que acontezca.

Esta entrada, como muchas otras, es una declaración de amor. A la piel. A esa piel que extendemos al otro en cada relación, en cada intercambio. Nuestra piel que se extiende en el mundo o más bien nuestra piel que es del mundo y se extiende en nosotros. Hablar de mi piel es hablar de las otras, de las compartidas, de las negadas, de las abandonadas. Esta entrada es una declaración del tacto, del amor al tacto y al tocarnos: a vincularnos.

Declaracion de amor:
A mí, sin vanidad, a mi cuerpo, sin pretensiones, a mi novio, con complicidad, a mis amigos, con compromiso, al elemento fuego, del que soy, a la naturaleza, de la que hago parte, al mundo, que me duele tanto y a ustedes que me leen, con agradecimiento.