sábado, 25 de abril de 2020

Algo de aire








Creo que necesito algo de aire. Últimamente abro las ventanas, completas, casi siempre mientras llovizna. El olor que se levanta de la tierra mientras se humedece me hace sentir viva. Abro, anchas, mis fosas nasales e inhalo ese pedacito aéreo de libertad. No sé. Me he sentido desubicada en esta cuarentena. Yo siempre me he guiado por mi sentido del olfato: logro descomponer olores de comidas, lugares y personas. Me obsesiona el olor. Esa información llega directo al cerebro desde la pituitaria. La información olfativa tiene preponderancia -sabrá Belcebú porqué- sobre otros datos percibidos por el cerebro. Tal vez la facilidad de conexión, el no tener intermediarios implicados, los  hace perdurar y hacerse espacio a la fuerza en nuestra memoria. Se forman los recuerdos olfativos o asociados a un olor. Creo que por eso son tan fuertes.
Al oler, al llegar a un lugar y sentir el aroma, de repente nos transportamos, vivimos el recuerdo desde el olor, aún cuando no sabemos con precisión a quién o qué le pertenece, pero parecemos inmiscuirnos en una atmósfera diferente, cambiar de mundo por milisegundos e inundarnos en él. Recordando, recordando, haciendo memoria logramos dar con el clavo: un antiguo amor, un árbol que había en la finca en nuestra infancia, una comida preparada por la abuela, la colonia de papá, el ambientador del carro, las flores de un funeral.

Desde el inicio de la cuarentena, he perdido la capacidad de oler gran variedad de cosas. He dejado de sentir en mi nariz muchos condimentos que no uso en casa, colonias de hombres desconocidos por la calle, perfumes, aromatizantes, inciensos, sahumerios, arepas y frituras, chontaduros, mango biche callejero. Siento cómo se escapa de mi nariz la posibilidad de husmear, hacer hipótesis, percibir al otro fuera de su imagen, su contexto, su color, su tacto. Por ahora solo puedo oler lo que llega a casa. El aroma de lo que cocina la vecina, casi siempre con carne, casi siempre con comino. Solo puedo percibir esa tierra húmeda que total, en su viaje a mi apartamento, el último piso de la torre, llega desgastado, cansado, sin su fuerza inicial...si tan sólo estuviera abajo, en el andén oliendo llover.
He vuelto a fumar. Soy fumadora muy esporádica. Más bien social, no, más bien selectiva de personas con las que vale la pena fumar. Son pocas las que me han visto con un cigarrillo entre los labios. Creo que volví a fumar en mi desespero por sentir algún olor. Por tratar de sentir el humo, el algo diferente, el recuerdo de las ebriedades, de las músicas, de los bares, de los romances nocturnos lejos de casa, del ambiente etílico.
Me canso de oler lo mismo. Mis cobijas, mis sábanas, mis fluidos cuando me masturbo, mi detergente, mi jabón de loza, la canela en polvo, el jengibre. Me canso de solo oler mi chocolate con clavos, mi mantequilla de maní, a veces mi fruta, mis arándanos, mis kiwis, mi papaya, mis feijoas. Allá afuera hay un mundo que huele y se me escapa. Abro la ventana para oler el afuera. Huelo a mi gato cuando sé que estuvo asomado a la ventana un rato. Tengo ansia nasal de mundo. Tengo ganas de olerlo todo. De redescubrir gentes y humores, sudores, olores, amargos, dulces, agrios, cebolludos. Extraño ese mundo que podía abarcar y memorizar desde mi pituitaria.

martes, 21 de abril de 2020

Mi arrocito en bajo




😿


Típica expresión colombiana que en el refranario bogotano del periódico El Tiempo se define como:


un arrocito en bajo. Vulgarismo empleado para aludir a quien, de manera calma y sin prisa, aguarda por el desarrollo de una situación, por lo general de ‘flirt’ o galanteo, o espera por un ascenso o una contratación laboral en silencio.

La verdad es que es más común ver que se emplee para aludir a amores o posibles romances que se están “cocinando” a fuego lento, sin mucha prisa y que en algún momento estarán listos para comer. Sea lo que sea que signifique esto. En realidad no hace falta mucha imaginación para encontrar la conexión, pues existen expresiones populares como “me la/lo comí”, “nos comimos”, “me quiere comer”, siendo el verbo de alimentación comparado con el de procreación o fornicación. Sin embargo, no habría porqué generalizar. Un arrocito en bajo puede culminar no sólo y exclusivamente en la alimentación de quién lo cocina sino, sea el caso, en una relación formal a largo plazo o un matrimonio: hacer parte del rico y balanceado consumo diario de nutrientes.
El término ha sido tan aceptado, tan entendido y apropiado por la mayoría que ha resultado ser título de varias columnas de opinión y artículos en la prensa colombiana, en medios como ‘VICE’, ‘Vanguardia’, revistas de chismes como ‘TÚ’ o de moda como ‘FUCSIA’ e incluso ha sido el nombre de capítulos de series de televisión, como ‘Tu voz estéreo’ de Caracol Televisión. Ahora, en época de cuarentena nacional, la expresión ha resurgido y ha tomado protagonismo en varias redes sociales. Especialmente en Twitter. Y es que con el distanciamiento social la pregunta por el contacto, los amores que quedan suspendidos o en pausa, los “ligues” no concretados y sin posibilidad de concretarse se ha vuelto un punto de reflexión constante para muchos por estos días.
Y… ¿cómo se prepara un arroz? Bueno, formas hay muchas. Con o sin aceite. Primero el agua o primero el arroz, con cebolla, con zanahoria, con fideos. Arroz con pollo. Arroz atollado. Variedad y diversidad como en el amor. Sin embargo, en esta expresión popular se alude al volumen del fuego, a la lentitud de la preparación y a la imposibilidad o, más bien, la espera de la ebullición. En términos coloquiales al hervir del arroz o la ebullición, se le dice: “cuando haga ojitos” –especialmente usado por las mamás o abuelas– haciendo referencia a las burbujas que empiezan a brotar en la cocción. Esta expresión, coincidencialmente se encuentra con otra, en el nivel también romántico/seductor de “hacer ojitos”: guiñar el ojo, invitar a una charla con la mirada o indicar un gusto solo desde el contacto visual. Tal vez esa ebullición del arroz en bajo es confirmar con “los ojitos” que es mutuo, que se puede llevar a feliz término, que se puede comer. La cúspide aparente de la preparación.

También preguntarse por la expresión popular es ahondar en la noción que se tiene de cortejar, conquistar, ligar o flirtear. ¿Cómo lo hacemos? ¿Cuál es el punto de ebullición máximo de un ligue o una conquista? ¿Por qué el arrocito en bajo es eso: un diminutivo, un ‘a fuego lento’, sin prisa o sin aparente afán de concresión? ¿Existe una idea prefijada de que los ligues, las conquistas o los coqueteos deben terminar de “cocinarse”, deben tener un fin último, servirse, emplatarse y comerse? Por otro lado, también tiene que ver con el símbolo del fuego. El fuego que se ha representado o volcado hacia el ámbito de las pasiones, con otros dichos o refranes como “la llama del amor”, “encender la llama”, “se nos apagó la llama” o incluso “la chispa”, todos términos provenientes del símbolo, de la idea que tenemos de dicho elemento asociado al calor, al disfrute, al goce corporal, carnal y pasional y que, dicho sea de paso, ha inspirado muchas de las baladas románticas, vallenatos e incluso canciones de reggaetón.
Bueno, desde la etimología, la expresión no nos dice mucho. Arroz en latín se dice oryza que corresponde al tipo de especie de planta de cultivo, siendo oryza sativa el tipo de arroz cultivado en Asia y el oryza glaberrima el africano. ¿Y el arroz colombiano? Bueno, según Fedearroz y varios investigadores, Cristóbal Colón en su segundo viaje a América (1493) trajo semillas que no germinaron. Sin embargo, en 1580 hubo siembras en el Valle del Magdalena, en Mariquita, Tolima. En 1778 fue introducido en Antioquia, específicamente en San Jerónimo, y ya para 1908 fue extendido para su cultivo a gran escala en los llanos orientales, que hoy siguen siendo líderes en su producción en el país. Para este último, en los llanos, la mano de obra fue de prisioneros y enfermos, carácter triste de la historia arrocera en Colombia y que quizá, inconscientemente, tenga algo que ver con la idea interiorizada que tenemos del amor sacrificial, de moribundos y “enfermos de amor” que aran tierras para su amada imposible o lejana. Ahora que lo pienso hay muchas canciones que aluden a la relación agrícola que tenemos con el romance, a saber “quise cultivar un amor y me he quedado solo/creo que sembré en tierra mala o no supe sembrar” de la canción Tierra mala de Los Chiches del Vallenato, grupo que nace en Colombia en 1987.

Entonces esto es lo que nos queda en nuestra pobre educación sentimental colombiana: Nuestro arroz, nuestro arrocito, se enfrenta a una plaga incontrolable que amenaza su germinación. Falta mucho para cocinarlo, el fuego necesita cercanía –imposible en el aislamiento–, la cocción quedará suspendida o en pausa, o se hará lenta, lenta, cada vez más lenta –con posibilidades de nunca hacer ojitos o hervir– y si hay un mañana, tal vez, nos figuró hacer calentao, como dijo un tuitero por ahí. Pero eso solo queda rico con el arroz de verdad.




viernes, 17 de abril de 2020

Cariño frondoso y silvestre

Ilustración hecha por @salo.cadi para mi mamá en su cumpleaños #55 (Síganla en instagram)

El jueves 16 de abril cumplía años mi mamá. Cincuenta y cinco años. Por las circunstancias, el virus y todo lo que desencadenó, tuvimos que celebrarlo separadas. Mi mamá vive en San Francisco y nosotros aquí en Bogotá. Como parte de toda esta reflexión de los afectos y la virtualidad, las videollamadas y la pregunta por el cómo hacer sentir querido, amado, apreciado y atendido a alguien en la distancia surgió la idea de mandar a hacerle una ilustración como regalo. No pensé en nadie más que en Salomé, una increíble artista, quién compartió algunas clases conmigo en la universidad y que ya lleva un buen tiempo ilustrando cosas hermosas. Entonces empezó la investigación: ¿quién es mi mamá? ¿Qué le gusta? ¿Qué colores? ¿Cómo hago para ayudar a Salomé a representarla? Muchas preguntas y, para ser franca, mi mamá es rara. Rarísima. Bueno, ese era un inicio.
Una de las orquídeas de mi mami, de sus favoritas
Tan rara como las orquídeas. Atípica. Silvestre e indómita. Empezaron a surgir adjetivos para  mi mamá.  

Empezamos a hacer un boceto hablando y viendo fotos con mi hermana por whatsapp, mirando y encontrando puntos en común sobre nuestro personaje: Lucía. Mi sobrina también se involucró. Tiene 10 años, es amante de la ilustración, dibuja muy bien y creo que sueña con ilustrar de grande. Todas nos emocionamos. Mi hermano en Tailandia, algo incomunicado no formó parte del proceso. La verdad es que las 16h que nos lleva Tailandia hacen difícil la comunicación, y el coronavirus, todo. Echamos a andar el plan una semana antes. Creo que contacté a Salomé el 8 de abril. Justo una semana para tener todo listo.

La ilustración quedó hermosa y la investigación fue enriquecedora. Pensar: ¿qué tanto sé de las personas a quiénes amo? ¿Cuánto les conozco? ¿Qué los podría representar? Eso, fue un ejercicio riquísimo. Quería darlo todo para poder extenderle un abrazo, un beso, una felicitación con esa ilustración y algunas fotos que tomamos con M la última vez que pudimos visitarla.
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Escribí esto al día siguiente de su cumpleaños. Por mi proyecto de grado, la depresión y otras ocupaciones no seguí escribiendo sobre la experiencia, sin embargo, HOY 10 DE MAYO, día de la madre, después de más días de aislamiento y 5 días después de la fecha de cumpleaños de mi papá, me motivé a escribirle de nuevo al ser que me dio la vida:

Mamá, tú que me diste un carácter fuerte, persistencia y sobre todo que -ahora que logro entenderlo- luchaste por nosotros después de quedar viuda tan joven y con 3 hijos, cuando pudiste derrumbarte, entrar en crisis, no actuar, enloquecer y bien era tu legítimo derecho. Hoy agradezco que nunca nos abandonaste, nunca dejaste que nos faltara nada y -aunque no creo que ser hijo sea adquirir una deuda al nacer- yo me siento infinitamente agradecida por todo. Te despojo de culpas y rencores, mamá y te libero de mi juicio, mi inmadurez, mi incomprensión; te perdono por todo y espero que tú también me logres perdonar.  

PD1: Cuiden, llamen, muestren afecto a ser especial que es madre, que es vínculo, es entraña.
PD2: Liberen ese amor tan lindo de los prejuicios sin normalizar y justificar la violencia, que  no e s válida en ningún tipo de relación, mucho menos en la familiar.
PD3: Cuídense, abríguense y tengan mucha pero mucha calma y paz. Bonitos días y semanas.


sábado, 11 de abril de 2020

Videollamadas (o afecto de pixeles) // Vol. 2



En el volumen pasado traté de esbozar un poco mi acercamiento a las videollamadas sexuales y ese atisbo de sensualidad de lo virtual/erótico. Bueno, en esta cuarentena creo que el tema ha convocado a muchos y a mí, por supuesto. A lo largo de la semana y tiempo mucho más anterior, he sostenido conversaciones con amigos (la mayoría de ellos hombres) sobre el posible significado de esta necesidad -quiero creer que no solo millenial- de intercambiar fotografías o videollamadas con tinte sensual/sexual/erótico. Ahora que estamos todos recluidos, confinados en nuestros pisos, apartamentos, casas con vistas o sin ellas, en un espacio limitado por paredes, muros verticales que dejan clara la dualidad de lo que sucede: afuera hay algo, algo a lo que no podemos/queremos/tratamos de acceder y adentro está lo seguro/lo que nos toca/lo único que escasamente poseemos: nosotros mismos. En medio de estos muros, nuestra pregunta erótica es por el otro. Porque bastante hartos ya estamos por estas semanas de soportarnos solo a nosotros, queremos contacto, ansiamos tocar al otro -aunque imaginariamente- verle, probarle, humedecerle. HUMEDECERNOS.
No siempre me ha gustado exhibir mi cuerpo, en anteriores entradas he contado sobre mi trastorno dismórfico corporal, mi insatisfacción, los vaivenes y problemas con la comida y un largo etcétera. Durante un tiempo reduje y limité mi experiencia sensual/erótica con el estándar socialmente aceptado de cuerpo femenino y claro, eso no me dejó disfrutar de mí, de mis fotografías, de lencería, del sexo en general ni mucho menos de videollamadas sexuales.
La primera, como conté fue con el médico. Después vino mi segundo novio, Sergio, a quién le llamaba la atención el tema de la videollamada digamos "romántica" y el componente erótico no podía concebirlo sin lo presencial. No le gustaba. Me resigné durante los casi 5 años que duró nuestra relación. Sin embargo, en los últimos 2, hice un amigo, Oscar, a quién conocí por una plataforma anterior a tinder llamada "adopta un man" que creo sigue en funcionamiento, y desde que nos conocimos empezamos el intercambio de fotos y material sexual. Yo tenía un portátil TOSHIBA viejo y con esa cámara tomaba mis fotografías eróticas. Mi celular no tenía buena cámara y tampoco tenia tablet. Él me hizo descargar un programa, no recuerdo bien su nombre, pero nos dejaba tener videollamadas privadas, más secretas, sin historial ni registro, ni posibilidad de descarga ni pantallazos. Creo que en ese entonces yo no entendí el nivel de seguridad tan importante que tenía. En fin, esos primeros desnudos y acercamientos a lo erótico virtual desaparecieron en la inmensidad de internet y solo los recordamos -si es que Oscar me recuerda- él y yo. Él estudiaba física en la Nacional y nuestro intercambio fue intermitente durante esos 2 años. Después el tema se volvió agotador pues él siempre quería videollamadas y logró hastiarme por completo, lo bloqueaba, me negaba... eso y que me ocasionó problemas con mi pareja, Sergio -pues era infiel, aún no descubría el poliamor-.
Después de Oscar creo que con nadie me daba la oportunidad o nadie me era tan interesante como para decidir volver a videollamar. Empecé a usar tinder, ya era soltera, pero siempre me tomaba fotos. Solo fotos. A veces yo lanzaba a internet un desnudo, un foto en ropa interior, por pura picardía, diversión, por ver cómo reaccionaba el otro pero no precisamente para quedarme ahí, masturbándome o deseando al otro. Simplemente por inercia o aburrimiento. Digamos que tomé una actitud distante frente a la sexualidad de pixeles, tampoco me sabía igual, no me llamaba la adrenalina, el fuego. También por esta época empecé a saber de muchas chicas a quiénes les colgaban sus 'nudes' -también apareció esta palabra- y las exhibían en internet, con cara, nombre y todo. Algo así como un muro de la infamia para chicas calientes y sensuales: empecé a ver el riesgo de hacerlo y sin embargo no me asusté. Daba igual. Ya no ejercía. No lo practicaba. Pero, eso sí, era horrible ver materiailizado el machismo hasta en el plano sensual/erótico/virtual y ver cómo ganaba terreno el pensamiento enfermo y generalizado de querer avergonzar a una chica o amenazarla con fotos que envió a alguien en quién confiaba.
Poquito a poco la relación con mi cuerpo fue cambiando y en esa medida empecé a tomarme fotos para ver mi progreso en el gimnasio, para desearme, para sentirme deseada. Empecé con fotos tímidas en instagram y luego el descubrimiento de las stories, incluso este mismo blog. Después de salir con un chico fisicoculturista mi autoestima cambió. Sentí -y esto es bastante superficial, debo admitir- que si un chico tan guapo se había fijado en mí, quizá SÍ era atractiva y sensual para otros. Quizá a otros también les pasaba igual. Empecé a fotografiarme para redes, a saludar en ropa interior a una audiencia imaginaria con la esperanza de que más allá de ver un cuerpo rico, follable, las chicas que me vieran se animaran también a sentirse sexies, sin importar si cumplían o no con ese canon de belleza impuesto, con ese discurso, con la delgadez, con la 'norma' femenina. Y así fue. Nunca recibí ni un solo comentario desagradable sobre mi cuerpo -que mi ansiedad siempre me aseguraba-, nunca me dijeron GORDA, no repararon en mi celulitis, en mis estrías, qué sé yo. Los hombres, claro, empezaron a hablarme. Ahí llegaron los turcos a mi vida, empezaron a ofrecerme dinero por mis fotos o 'sets' -como un paquete de fotos, d e 5 a 10 con temática que ofrecían webcammers-, a pedirme que modelara para ellos por webcam, o que iniciara un snapchat premium, o me uniera a flirt4free, que ellos pagaban en euros, dólares, con objetos, me enviaban lencería... Muchas veces me sentí tentada. Me hablaron algunos por años. Son muy insistentes. A raíz de mis lecturas de Orhan Pamuk y de otros autores de medio oriente, empecé a darme cuenta del panorama social y digamos de la forma de relacionarse con eso erótico/sensual/sexual de un joven turco contemporáneo, -especialmente los  hombres- atrapados en un mundo ya hiperconectado, una vitrina de cuerpos a la cual podían acceder solo desde lo virtual, pues su nación y sus costumbres (los que practicaban el islam) eran profundamente conservadoras y estrictas. No había sexo hasta casarse. Ninguna turca accedía a tener relaciones sexuales sin matrimonio, claro. Había prostitutas pero estaba mal visto, incluso podían ser perseguidos. De repente me pareció gozar de un privilegio, de una forma de interactuar "más libre" pero al mismo tiempo tan sexualizada que ya era también un problema. Bueno, tal vez más adelante haga una entrada sobre los turcos. Vuelvo.
Llegó a mi vida M y la fotografía, pasión que habíamos compartido juntos en la academia. Empecé a ser su modelo, aún juzgándome a veces, sintiendo que no era suficiente, indigna, pero con el tiempo me fui soltando. Fotos eróticas profesionales. Lencería. Juegos. Luces. Todo esto que he dejado entrever en el blog. Y así llego a esta cuarentena. He recibido muchas ofertas (no quiero ser pretenciosa) de sexting en esta cuarentena. Creo que a muchas chicas les estará pasando igual, incluso, pudiendo escalar al acoso virtual. Todo el mundo está buscando ese contacto y tienen las ganas alborotadas, las hormonas a  mil, las ansiedades, la priorización del sexo... Eso no tiene nada de malo, creo yo. Aunque a veces los siento tan desesperados, incluso igual o más que los turcos. Es un fenómeno complejo de analizar. Sin embargo, con nadie he accedido. Es decir, nadie me interesa para eso, y no porque "tenga sexo en vivo y en directo con mi pareja", como me insinuó alguien hace poco. No. Simplemente no me gustan, no me quiero asomar a la virtualidad del otro así, no ansío tocarlo, mucho menos por aburrimiento o curiosidad. Solo con un alguien en específico.

Con él volví a intercambiar 'packs' -palabra que también aparece recientemente- o 'nudes'. Lo hice porque me gusta quién es. Genuinamente. Porque le pienso, le deseo, quiero que me tenga -que guarde mis fotos en su teléfono si quiere-, me vea, pueda masturbarse conmigo. Jamás pensé que él me lo fuera a proponer, siendo reacio -como me había dicho que era- a las redes. Ya habíamos tenido sexo. Fue la última vez que salí antes de empezar la cuarentena, ya había hablado de él en una entrada anterior. Sí. Estoy muy tragada. En fin. Me convoca este tema ahora por el encierro, por él, porque hace mucho no lo hacía y quería reflexionar un poco sobre ello. Siento que me tomé los mejores desnudos de mi carrera (risas) esa noche con él. Aquí dejo solo dos, a él le mandé muchos más y mejores, claro. También videos, audios (suspiro). Me gusta demasiado y la distancia pesa, el afecto de pixeles no es lo mismo, ya lo habrán notado ustedes también. Ahora debo confesarles que después de  este intercambio sensual/erótico/virtual y un par de conversaciones más normales, el sujeto desapareció de redes. Así incluyo, con dolor -y sin forma de contactarlo más allá de si lee este blog- un nuevo término para el aislamiento:"ghosting".

¿Les ha pasado alguna vez?

PD: Esta última foto me la tomé al día siguiente, planeaba enviarla junto a otras a esa persona y pues... 💔

domingo, 5 de abril de 2020

Videollamadas (o afecto de pixeles) // Vol. 1




Estos días de encierro he estado pensando en las videollamadas. Creo que lo que me intriga es cómo se han convertido en una forma de asomarse a la realidad del otro, pero no un asomarse simple, burdo, sino un acercarse, embotarse –si se quiere– en la realidad del otro, realidad que tiene incluido un marco (elementos que dan a intuir una habitación o una sala, o un techo de madera, o una pared con textura lisa, estucada o con ladrillo expuesto, desorden, milimétrico orden o neurosis, etc.) y con estos deliciosos detalles nos sorprenden siempre. O al menos a mí.
Estamos acostumbrados –estábamos– a vernos desnudos, así, solo dispuestos de nuestra ropa, no cargábamos encima con nuestra casa, con nuestros escenarios, nuestras texturas o desordenes. Interactuábamos solo con nuestros colores textiles, nuestra elección de prendas –limitadas por la temporada, la moda y el gusto personal– y de ese modo nos encontrábamos con otros en igual condición de desnudez, sin la riqueza de eso a lo que arriba llamo el marco.

Veo fotografías compartidas de videollamadas de amigos. Cada uno con su escenario a cuestas, exponiéndose, diciendo: aquí estoy, este es mi contexto; y no puedo evitar verlo interesante. Supongo que antes de iniciar la videollamada hay algo en cada participante parecido a la curaduría de los museos. Por lo menos yo lo hago. ¿Qué lugar de mi casa merece ser escenario?, ¿cómo?, ¿qué debo ponerme?, ¿pijama para acentuar la intimidad o me visto para la ocasión?, ¿debo limpiar un poco?, ¿debo esconder la arenera del gato o mover un poco la cámara hacia el lado contrario?, ¿me da igual todo esto? Bueno, depende del carácter. Siento que al igual que en el arte, hasta la no escogencia o negación del marco aporta a la obra final y tiene una postura política. Así, si no me importa, estoy diciendo: “no existe noción de intimidad en medio del capitalismo y sí, estoy en pijama, tengo lagañas, me ha tomado esto por sorpresa y no, no he lavado ese tumulto de loza que se alcanza a adivinar en la pantalla”.

La primera vez que hice una videollamada fue doblemente fallida: pretendía ser sexual y falló en ese aspecto, además de fallar por conexión. Tenía 15 años, recién había entrado a la universidad y había tenido que viajar a San Francisco por la muerte de mi abuela paterna. Por ese momento salía con un chico, Jhon, que también empezaba la universidad: medicina. Estábamos distanciados por nuestras elecciones de carreras, vivíamos relativamente cerca pero las ocupaciones iniciales empezaban a entorpecerlo todo. No, miento, lo entorpecíamos nosotros. En fin, nos extrañábamos, yo pasaba por un momento difícil: no había hablado con mi abuela desde hacía 12 años, desde que nos exilió y deseó la muerte a mi hermana, mamá y a mí. Nos reencontramos con ella, ya consumida por el cáncer y raquítica, con la piel colgando como un niño somalí desnutrido, para darle nuestro perdón y olvido de toda ofensa. Ya había pasado el tiempo, no había rencor pero tampoco algo parecido al cariño. Murió instantáneamente y quiero creer que en paz. Yo estaba en mi adolescencia, con ese adolesce tan vivo del latín, un 2 de julio del 2012, lejos de mi novio, lejos de mi abuela muerta, lejos de toda sensación. Quería olvidarme de todo y tenía la excitación a flor de piel. Encendí la cámara y me mostré en ropa interior. Empecé a bailar sensual con plena consciencia de que era un espectáculo para el otro, para mi novio y sin embargo el internet lento del pueblo no dejaba asomarse lo suficiente. Me di cuenta rápidamente -por fortuna- que corría el riesgo de hacer el ridículo y que no iba a excitar a nadie con esa lentitud. Desactivé la cámara y mi novio apenas comentó algo sobre mi linda lencería. Lo tomé como algo fallido pero fue mi primer acercamiento a la intimidad virtual.

Pasó tiempo para retomar las videollamadas. Me reconcilié con ellas cuando ya vivía en San Francisco y teníamos mejor conexión por la ubicación alta de la casa. Tenía otro novio, a quién veía en la universidad, en el barrio donde estaba nuestro apartamento en Bogotá y en general en todos lados. Hacíamos videollamada en la cocina, mientras me preparaba el desayuno o para mostrarle la vista desde “el alto del chulo” una montañita que daba en lo más alto de la vereda y estaba en nuestra propiedad, desde donde se veía la carretera, el pueblo, las montañas y el cielo. Recuerdo una en especial también erótica, ya más elaborada, con un espejo de cuerpo completo y la facilidad del celular para manipular los planos y las cercanías. Yo tenía una tanga fucsia de encaje que había comprado por catálogo y arriba no llevaba nada. No me masturbé para él, solo era un avistamiento del cuerpo, de la piel, las curvas, la luz. Duró poco pero fue muy satisfactoria su expresión. A veces nos dábamos las buenas noches por videollamada, los marcos de estas últimas eran especiales: halos negros, solo se podía intuír nuestras caras en medio de la negrura pero ahí estábamos. Sabíamos que el otro era compañía por el sonido de la respiración y los suspiros, las palabras de afecto. La imagen -podría parecer- no aportaba nada, pero le añadía intimidad. En algunos marcos, una luz -que yo sabía era del televisor- variaba y a veces dejaba ver sus pestañas, parte de su nariz y su boca. Era tierno dormir así.

Antes de este encierro, las videollamadas más recientes fueron también en San Francisco, Cundinamarca, los fines de semana festivo que viajábamos en moto para visitar a mi familia y mis perros. Mi hermano llamaba de repente de Tailandia y aparecía en un marco naranja, con estatuas de buda de fondo, con su esposa que solo hablaba inglés y entendía poco el español y él, sin camisa y sudando. Todos saludando, hablando en inglés y él traduciendo en simultáneo para Kob. Nuestro marco, acá en Colombia,  era el patio, las ventanas, las orquídeas de mamá. Mi hermano se fue hace 3 años y -quién lo diría- estamos, al otro lado del mundo, comunicados por un artefacto.

El afecto y su extensión es rara. Las videollamadas son tal vez ese vaso comunicante del afecto, contacto e intimidad, que ahora más que nunca están vigentes.

P.D: El volumen 2 estará pronto. Siento que todos los días en cuarentena son domingo y que ustedes leerán cualquier día, espero no equivocarme. Saluden a los suyos virtualmente, sean cercanos -en cuanto permite la tecnología-. Besos.