sábado, 25 de abril de 2020

Algo de aire








Creo que necesito algo de aire. Últimamente abro las ventanas, completas, casi siempre mientras llovizna. El olor que se levanta de la tierra mientras se humedece me hace sentir viva. Abro, anchas, mis fosas nasales e inhalo ese pedacito aéreo de libertad. No sé. Me he sentido desubicada en esta cuarentena. Yo siempre me he guiado por mi sentido del olfato: logro descomponer olores de comidas, lugares y personas. Me obsesiona el olor. Esa información llega directo al cerebro desde la pituitaria. La información olfativa tiene preponderancia -sabrá Belcebú porqué- sobre otros datos percibidos por el cerebro. Tal vez la facilidad de conexión, el no tener intermediarios implicados, los  hace perdurar y hacerse espacio a la fuerza en nuestra memoria. Se forman los recuerdos olfativos o asociados a un olor. Creo que por eso son tan fuertes.
Al oler, al llegar a un lugar y sentir el aroma, de repente nos transportamos, vivimos el recuerdo desde el olor, aún cuando no sabemos con precisión a quién o qué le pertenece, pero parecemos inmiscuirnos en una atmósfera diferente, cambiar de mundo por milisegundos e inundarnos en él. Recordando, recordando, haciendo memoria logramos dar con el clavo: un antiguo amor, un árbol que había en la finca en nuestra infancia, una comida preparada por la abuela, la colonia de papá, el ambientador del carro, las flores de un funeral.

Desde el inicio de la cuarentena, he perdido la capacidad de oler gran variedad de cosas. He dejado de sentir en mi nariz muchos condimentos que no uso en casa, colonias de hombres desconocidos por la calle, perfumes, aromatizantes, inciensos, sahumerios, arepas y frituras, chontaduros, mango biche callejero. Siento cómo se escapa de mi nariz la posibilidad de husmear, hacer hipótesis, percibir al otro fuera de su imagen, su contexto, su color, su tacto. Por ahora solo puedo oler lo que llega a casa. El aroma de lo que cocina la vecina, casi siempre con carne, casi siempre con comino. Solo puedo percibir esa tierra húmeda que total, en su viaje a mi apartamento, el último piso de la torre, llega desgastado, cansado, sin su fuerza inicial...si tan sólo estuviera abajo, en el andén oliendo llover.
He vuelto a fumar. Soy fumadora muy esporádica. Más bien social, no, más bien selectiva de personas con las que vale la pena fumar. Son pocas las que me han visto con un cigarrillo entre los labios. Creo que volví a fumar en mi desespero por sentir algún olor. Por tratar de sentir el humo, el algo diferente, el recuerdo de las ebriedades, de las músicas, de los bares, de los romances nocturnos lejos de casa, del ambiente etílico.
Me canso de oler lo mismo. Mis cobijas, mis sábanas, mis fluidos cuando me masturbo, mi detergente, mi jabón de loza, la canela en polvo, el jengibre. Me canso de solo oler mi chocolate con clavos, mi mantequilla de maní, a veces mi fruta, mis arándanos, mis kiwis, mi papaya, mis feijoas. Allá afuera hay un mundo que huele y se me escapa. Abro la ventana para oler el afuera. Huelo a mi gato cuando sé que estuvo asomado a la ventana un rato. Tengo ansia nasal de mundo. Tengo ganas de olerlo todo. De redescubrir gentes y humores, sudores, olores, amargos, dulces, agrios, cebolludos. Extraño ese mundo que podía abarcar y memorizar desde mi pituitaria.

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