Estos días de
encierro he estado pensando en las videollamadas. Creo que lo que me intriga es
cómo se han convertido en una forma de asomarse a la realidad del otro, pero no
un asomarse simple, burdo, sino un acercarse, embotarse –si se quiere–
en la realidad del otro, realidad que tiene incluido un marco (elementos que
dan a intuir una habitación o una sala, o un techo de madera, o una pared con
textura lisa, estucada o con ladrillo expuesto, desorden, milimétrico orden o
neurosis, etc.) y con estos deliciosos detalles nos sorprenden siempre. O al
menos a mí.
Estamos
acostumbrados –estábamos– a vernos desnudos, así, solo dispuestos de nuestra
ropa, no cargábamos encima con nuestra casa, con nuestros escenarios, nuestras
texturas o desordenes. Interactuábamos solo con nuestros colores textiles,
nuestra elección de prendas –limitadas por la temporada, la moda y el gusto
personal– y de ese modo nos encontrábamos con otros en igual condición de
desnudez, sin la riqueza de eso a lo que arriba llamo el marco.
Veo fotografías
compartidas de videollamadas de amigos. Cada uno con su escenario a cuestas,
exponiéndose, diciendo: aquí estoy, este es mi contexto; y no puedo evitar
verlo interesante. Supongo que antes de iniciar la videollamada hay algo en
cada participante parecido a la curaduría de los museos. Por lo menos yo lo
hago. ¿Qué lugar de mi casa merece ser escenario?, ¿cómo?, ¿qué debo ponerme?,
¿pijama para acentuar la intimidad o me visto para la ocasión?, ¿debo limpiar
un poco?, ¿debo esconder la arenera del gato o mover un poco la cámara hacia el
lado contrario?, ¿me da igual todo esto? Bueno, depende del carácter. Siento
que al igual que en el arte, hasta la no escogencia o negación del marco aporta
a la obra final y tiene una postura política. Así, si no me importa, estoy
diciendo: “no existe noción de intimidad en medio del capitalismo y sí, estoy
en pijama, tengo lagañas, me ha tomado esto por sorpresa y no, no he lavado ese
tumulto de loza que se alcanza a adivinar en la pantalla”.
La primera vez
que hice una videollamada fue doblemente fallida: pretendía ser sexual y falló
en ese aspecto, además de fallar por conexión. Tenía 15 años, recién había
entrado a la universidad y había tenido que viajar a San Francisco por la
muerte de mi abuela paterna. Por ese momento salía con un chico, Jhon, que
también empezaba la universidad: medicina. Estábamos distanciados por nuestras
elecciones de carreras, vivíamos relativamente cerca pero las ocupaciones
iniciales empezaban a entorpecerlo todo. No, miento, lo entorpecíamos nosotros.
En fin, nos extrañábamos, yo pasaba por un momento difícil: no había hablado
con mi abuela desde hacía 12 años, desde que nos exilió y deseó la muerte a mi
hermana, mamá y a mí. Nos reencontramos con ella, ya consumida por el cáncer y
raquítica, con la piel colgando como un niño somalí desnutrido, para darle
nuestro perdón y olvido de toda ofensa. Ya había pasado el tiempo, no había
rencor pero tampoco algo parecido al cariño. Murió instantáneamente y quiero
creer que en paz. Yo estaba en mi adolescencia, con ese adolesce tan
vivo del latín, un 2 de julio del 2012, lejos de mi novio, lejos de mi abuela
muerta, lejos de toda sensación. Quería olvidarme de todo y tenía la excitación
a flor de piel. Encendí la cámara y me mostré en ropa interior. Empecé a bailar
sensual con plena consciencia de que era un espectáculo para el otro, para mi
novio y sin embargo el internet lento del pueblo no dejaba asomarse lo
suficiente. Me di cuenta rápidamente -por fortuna- que corría el riesgo de
hacer el ridículo y que no iba a excitar a nadie con esa lentitud. Desactivé la
cámara y mi novio apenas comentó algo sobre mi linda lencería. Lo tomé como
algo fallido pero fue mi primer acercamiento a la intimidad virtual.
Pasó tiempo para
retomar las videollamadas. Me reconcilié con ellas cuando ya vivía en San Francisco
y teníamos mejor conexión por la ubicación alta de la casa. Tenía otro novio, a
quién veía en la universidad, en el barrio donde estaba nuestro apartamento en
Bogotá y en general en todos lados. Hacíamos videollamada en la cocina,
mientras me preparaba el desayuno o para mostrarle la vista desde “el alto del
chulo” una montañita que daba en lo más alto de la vereda y estaba en nuestra
propiedad, desde donde se veía la carretera, el pueblo, las montañas y el
cielo. Recuerdo una en especial también erótica, ya más elaborada, con un
espejo de cuerpo completo y la facilidad del celular para manipular los planos
y las cercanías. Yo tenía una tanga fucsia de encaje que había comprado por
catálogo y arriba no llevaba nada. No me masturbé para él, solo era un
avistamiento del cuerpo, de la piel, las curvas, la luz. Duró poco pero fue muy
satisfactoria su expresión. A veces nos dábamos las buenas noches por
videollamada, los marcos de estas
últimas eran especiales: halos negros, solo se podía intuír nuestras caras en medio de la negrura pero ahí
estábamos. Sabíamos que el otro era compañía por el sonido de la respiración y
los suspiros, las palabras de afecto. La imagen -podría parecer- no aportaba
nada, pero le añadía intimidad. En algunos marcos, una luz -que yo sabía era del
televisor- variaba y a veces dejaba ver sus pestañas, parte de su nariz y su
boca. Era tierno dormir así.
Antes de este encierro, las videollamadas más recientes fueron también en San Francisco, Cundinamarca, los
fines de semana festivo que viajábamos en moto para visitar a mi familia y mis
perros. Mi hermano llamaba de repente de Tailandia y aparecía en un marco
naranja, con estatuas de buda de fondo, con su esposa que solo hablaba inglés y
entendía poco el español y él, sin camisa y sudando. Todos saludando, hablando
en inglés y él traduciendo en simultáneo para Kob. Nuestro marco, acá en Colombia, era el patio,
las ventanas, las orquídeas de mamá. Mi hermano se fue hace 3 años y -quién lo diría- estamos, al otro lado del mundo, comunicados por un
artefacto.
El afecto y su extensión es rara. Las videollamadas son tal vez ese
vaso comunicante del afecto, contacto e intimidad, que ahora más que nunca están vigentes.
P.D: El volumen 2 estará pronto. Siento que todos los días en cuarentena son domingo y que ustedes leerán cualquier día, espero no equivocarme. Saluden a los suyos virtualmente, sean cercanos -en cuanto permite la tecnología-. Besos.
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