domingo, 21 de julio de 2019

Independencia// Volumen 2: 'El hogar'



Hoy me siento a escribir de nuevo. A recordar y a sorprenderme de cómo ha pasado el tiempo desde que me independicé. Bueno, hay que comenzar por un dato: mi mamá y yo siempre hemos sido opuestas. No nos soportamos por mucho tiempo y nos la llevamos mejor cuando estamos lejos o cuando nos acercamos solo por el tiempo preciso. Bueno, desde mi adolescencia e incluso antes hubo roces. Pequeñas y grandes discusiones que hacían la convivencia muy muy tensa y que hacían mi pubertad aún más difícil: sin padre y con una madre con quién no lograba entenderme. Era raro. Mi mamá era muy laxa en muchas cosas: hablaba de sexo tranquilamente, me acompañó a perforarme por primera vez (en la ceja) y me dejaba salir hasta muy tarde en la noche y/o quedarme en casa de amigos; sin embargo, no podíamos encajar. Ella hacía esfuerzos, yo hacía los míos... En fin. No funcionó. Por eso no fue sorpresa cuando me independicé a los 16. Recién salía del colegio cuando un golpe de suerte -un privilegio del que a veces me siento culpable- me dió el dinero suficiente para comprar mi propio apartamento -se lo debo enteramente a mi papá, quién nunca dejó de cuidarme, aún después de fallecer- y ahí empezó todo.
No parecía tan difícil. No debía pagar arriendo, mi universidad estaba paga y cubierta por la pensión que me dejó mi papá al morir y yo podía buscar la manera de mantenerme vendiendo cosas por catálogo, sánduches o cigarrillos en la universidad y, bueno, palabras más, palabras menos, me fui a vivir sola. En principio, mi hermano mayor se mudó conmigo -claro, después de pedirme permiso incómodamente pues los papeles se habían invertido y ahora yo parecía la mayor- y cada uno con un colchón y una mesita, nos mudamos al quinto piso en el 2012.
Han pasado muchas cosas desde ahí. Principalmente, a nivel de roomates, mi hermano se fue a Australia y viví sola unos buenos años, hasta hace un año mi pareja vino a vivir aquí y nos la llevamos muy bien. Claro, no hacemos fiestas como solíamos hacerlo con mi hermano ni tampoco pasamos hambre como en esos años. A nivel de supervivencia, mi dieta ha mejorado: no morí de inanición como podía pronosticarse y no solo tomo jugo del valle con pan o galletas o arroz quemado como en los primeros años; a nivel mobiliario ha sido todo un logro tener un escritorio, una silla, una cama grande de webcamer -no un colchón viejo tirado en el suelo- y en general, esa colección linda de cosas turquesa que contaba en una de mis primeras entradas en el blog. Tengo una biblioteca, una lavadora, una nevera y esas cosas de adulto por las que uno se alegra. Es curioso, no lo niego, contar la vida en objetos pero así funciona. Cada una de esas cositas -incluso la picatodo y el set de ollas  que me regaló cy°zone- llena el apartamento y hace parte de una colección personal profunda, una sensación de que, objeto a objeto, maricadita a maricadita, se logra algo y hay que celebrar. Ah, y claro, tengo un fogón favorito de la estufa: adelante a la derecha. Un molinillo también turquesa y unos frascos de vidrio que colecciono para guardar la canela, los clavos y el orégano. Pago recibos como la mortal que soy y una administración carísima que no sirve de nada y me alegra cuando compro una nueva plantita para el apartamento o el evento reciente de aumentar las megas de internet; en definitiva ya soy toda una adulta aburrida -¿o consumista?-, pero me independicé, no morí en el intento y ahora escribo desde mi lugar sagrado: el altar que le tengo a mis perros y mi colección de muñequitos de Hora de Aventura y Steven Universe. Eso sí, por muy adulta e independiente, nunca dejaré de ver dibujitos animados. La vida es de contrastes.

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